Pies de paso.
Cuando me enseñaron a caminar me dijeron que me guiaban, que me trazaban una línea en el suelo que amabilizaría mis pasos, mi caminar.
Pero yo, sin saber porqué nunca pude hacerlo, nunca pude seguirla.
Cuando escucho mis andares veo que no la siguen, veo que cogen un atajo, a menudo angosto, pero siempre atajo.
Cuando me meto entre los zarzales oigo los cantos de sirenas atrás que me silban para que salga, para que desande mis pasos y me una a ellos, al resto.
Pero mis pies desoyen y se adentran más y más en un lugar frondoso, espeso y terco del que no veo el final, pero del que ni se me ocurre salir.
Escucho mi movimiento y me lleva a llenarme de la dirección que entra.
Me guía para que camine con paso firme y determinado hacia afuera de donde me llevan, adentro de donde yo quiero ir, que es afuera de donde me guían.
Encuentro la fuerza al paso en las miradas, en los abrazos, en los gestos, en los guiños.
Y la devuelvo con el eco de mis pasos, fuertes, tensos, claros y decididos.
Decididos a llegar allí a donde me lleven aunque no sepa el destino ni conozca el camino.
El día que supe que llegué, fue cuando vi que podía mirar y abrazar. Mirar y abrazar de verdad, estando ahí sin que mis pies quisiesen estar en otro lugar.
Porque mis pies ya no caminaban errantes lejos de mí, sino que me guiaban a mí y podían sostener mi mirada y mis abrazos.
Porque habían aprendido a caminar, a saber caminar sin que nadie les anticipase el camino.
Entonces entendí porqué nunca me había dejado marear, porqué no me paseo por una línea recta y lisa, ni nunca lo haré.
Porque quiero trotar en vez de seguir, porque decido escalar imposibles y despeñarme en caída libre en lugar de caminar.
Porque hoy me sé.
Porque hoy me tengo.
(Octubre 2017)